viernes, 17 de abril de 2015

Capítulo 4 de Puerto prohibido

"(...) Sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de pasos en la entrada del salón. No eran pisadas fuertes, pero sí muchas.
Detrás de la doncella entró Constantina, seguida por Siriana y dos figuras masculinas desconocidas. Al ponerse de pie, Isabella vio que en la puerta esperaban dos hombres más.
Uno de los más altos, con piel muy pálida y una barba tan negra como su larga e imponente capa, se adelantó unos pasos y preguntó:
¿Signorina Isabella di Leonardi?
 Sí, soy yo respondió e hizo una media reverencia.
Soy Giovanni di Pasquale, alguacil del Santo Oficio de la Inquisición.
Isabella se quedó mirándolo en silencio, con sus ojos posados en la cruz de Santiago que colgaba en el pecho del hombre. Él carraspeó y enseguida declamó con ensayada solemnidad:
A partir de este momento queda arrestada en nombre del Santo Oficio. Deberá responder por realizar hechizos y actos de brujería.
Isabella escuchó sus palabras pero no dijo nada.
¿Entiende lo que le acabo de decir?
Lo entendía, pero creía que esas palabras no eran para ella. No, deberían ser para otra persona... Isabella se sentía ajena a la situación, como si estuviera observando la escena que transcurría a su alrededor pero sin ser su protagonista. Ella nunca había realizado hechizos ni brujerías. Sus mezclas de hierbas y pociones eran inocuas, sólo curaban heridas o dolores, no podían causar mal a nadie.
¡Esto es absurdo! ¡Mi hija no es una bruja! Salgan ya de mi casa. No tienen derecho a acusarla sin fundamentos —exclamó Constantina.
La acusación no es infundada. El futuro conde Dante d’Arazzo tiene pruebas. Dice que su hija reconoció que preparó ella misma la poción con la que intentó quemarlo, él tiene el frasco en su poder. Y también va a presentar una testigo de otro hecho: una criada que vio a la acusada manipular trapos ensangrentados mientras realizaba uno de sus hechizos. Es suficiente para que haya un juicio. Se expondrán las pruebas y un Santo Tribunal evaluará su culpabilidad.
Dante…  A Isabella no le sorprendió. La falta de moral de ese hombre era infinita. La indignación hizo que se mareara. Quería sentarse, y a la vez necesitaba tomar aire, salir corriendo de allí, alejarse de esa pesadilla.
Muchas veces se acusa a las mujeres injustamente. Mi madre ya decía…
Las palabras de Constantina la trajeron de vuelta a la realidad. Su abuela le había advertido de la necesidad de mantener en secreto sus conocimientos. Ciertos hombres de la Iglesia podrían usarlos en su contra. Ahora reconocía el verdadero valor del consejo. Si los inquisidores descubrían las habilidades que le había legado Valerie para preparar pócimas lo usarían para confirmar la acusación de Dante. Por lo que intentó callar a su madre:
Ahora no importa la abuela, mamma. Ella descansa en paz. Escuchemos lo que tienen para decir estos caballeros.
Constantina entendió el mensaje de su hija y por una vez calló.
El inquisidor continuó:
Ya lo he dicho: está acusada de brujería. Ahora la dama deberá acompañarnos.
¿Por qué?
Porque los acusados esperan su juicio en prisión.
¡Pero mi marido es un noble! Justamente está en la corte junto al duque de Savoia en este momento. Y no le gustará este trato hacia mi hija. ¡No pueden llevarla a la prisión junto a ladrones y malvivientes!
No, signora. Las mujeres detenidas por la Inquisición aguardan su juicio en una prisión especial, en el Convento di San Domenico, en Torino. Allí la llevaremos. Vamos.
¡¿Ahora?!
Sin siquiera responderle, el inquisidor Di Pasquale hizo un gesto con la cabeza y antes de que ninguna de las mujeres reaccionara dos de los hombres que lo acompañaban tomaron a Isabella de los brazos y la empujaron hacia la puerta.
¡Nooo!
Siriana gritó e intentó detenerlos arrojándose a los pies de los captores y abrazando una de sus botas. El hombre se liberó de ella fácilmente, con un par de patadas a su cara.
Isabella vio horrorizada a la joven tirada en el piso, inconsciente y con la nariz ensangrentada, pero no pudo ayudarla. Cuatro manos fuertes la arrastraban a la calle. Sujeta por los brazos, la subieron a un carruaje cerrado, sin asiento ni ventanas, completamente oscuro y falto de ventilación. Estaba sola en el interior, en penumbras. Los guardias iban en los asientos exteriores. Isabella se sentó en el piso. La situación le parecía increíble, pero las sacudidas de la carreta le decían que estaba, tristemente, viviendo esa realidad.
Pronto las curvas, ascensos y descensos de la montaña le provocaron intensos mareos. Golpeó el techo con un puño y pidió que se detuvieran pero nadie le contestó. Intentó controlar las náuseas pero fue inútil. El contenido de su estómago cayó en el piso del coche, junto a ella, haciendo el resto del viaje aún más insoportable.
Llegaron a Torino al anochecer. No podía ver el exterior pero lo supo. Sintió el traqueteo parejo de las ruedas sobre los pequeños adoquines cuadrados de la calle principal. Estaban cerca del Palazzo ducale, donde había pasado varios años de su vida, rodeada de exquisitos lujos.
Oigan, señores: mi padre está aquí, en la corte. Deténganse y búsquenlo, por favor. ¡Él les dirá que no soy una bruja!
No se detuvieron. Sólo escuchó risas.
La nobleza no es superior a la Santa Inquisición.
Unos minutos después llegaron al convento de San Domenico. No estaba muy lejos del Palazzo, pero su interior no podía ser más diferente. Ubicado junto a la Capella Della Grazie, se entraba al mismo por una puerta en el fondo de la capilla, disimulada entre dos imponentes pinturas con escenas religiosas que mostraban crueles castigos a pecadores. Un largo pasillo conducía a un sobrio comedor. Otro corredor llevaba a las celdas de las monjas. Lo recorrieron hasta el final, Isabella escoltada por dos guardias.
Pensó que la ubicarían en alguna de esas celdas, pero tomaron en la dirección contraria y la condujeron a una esquina casi en penumbras. Allí se abría una especie de pozo e Isabella temió que la arrojaran en su interior. Pero al acercarse no se sintió caer, sus pies encontraron unos escalones tallados en la piedra. La obligaron a bajar hacia la oscuridad y a continuar por otro pasillo, uno subterráneo. La intermitente luz que arrojaban las antorchas colgadas en las paredes evitaba los tropiezos, pero a la vez revelaba detalles escalofriantes, como manchas de sangre espaciadas a lo largo del recorrido. Aparecía una línea, más allá unas gotas y en algún punto un charco. ¿Qué significaba esa sangre? Isabella sabía que la Inquisición usaba métodos dolorosos y crueles para hacer confesar a los sospechosos de herejía. Había escuchado hablar de calabozos especiales, pero no había imaginado que la llevarían a un lugar así. Creyó que iría  a un convento para esperar su juicio, tal como había dicho el guardia al apresarla. El grito desgarrador que escuchó unos instantes después le confirmó que la prisión del Santo Oficio era una sola. Y ella estaba ahí.
Se detuvieron frente a una especie de hueco en la pared de poco más de un metro de alto e Isabella vio con espanto que había grilletes encadenados a las paredes. Uno de los guardias la empujó y ajustó los metales en sus muñecas. Quiso pedirle al hombre que no lo hiciera pero cuando abrió la boca sólo pudo emitir un sollozo. Se dijo que podría aguantar unas horas. Suponía que su padre haría que la liberaran en cuanto se enterase de que estaba allí.
Intentó acomodarse en el estrecho espacio. Con los brazos encadenados y alzados sobre los hombros, se sentó con las piernas cruzadas y la espalda contra las rasposas rocas de la pared. Apenas cabía doblada en ese hoyo.
Esto es muy injusto. Cuando lo sepan en la corte vendrán a rescatarme, y todos aquí se arrepentirán.
El mismo gigante que la había empujado soltó una fuerte carcajada.
Ahorra tus palabras, bruja. No podrás hechizarme con tu magia. El Señor me protege.
¡No soy una bruja!
Eso dicen todas al principio. Pero te ayudaremos a que confieses la verdad.
La amenaza la dejó sin habla."
© Mariana Guarinoni, © Cute Ediciones, 2013.

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